Día 16

Antes de partir al trabajo, La Moni le encargó a su madre que fuera a buscar la leche a la escuela “porque la entrega es hoy, no te olvides”, le dijo a Silvia que zurce los calzoncillos de Oscar “porque se les rompen siempre en el mismo lugar”, comenta como buscando una explicación posible para ese hecho mundano. “No te preocupes que termino con esto y voy”, la tranquilizó a su hija al salir para el trabajo, en el mismo momento en que El Dani se asomaba a la puerta para “ver si el Lucas estaba arriba”, cuando es sabido que el segundo de la familia no vive durante el día. “Ah, doña, no se haga problema”, le dijo, mientras estiraba el cuello y movía la cabeza pendularmente para ver a La Moni que había salido dos minutos antes. “Vuelvo a la tarde, doña”, dijo, finalmente. “Cuando quieras, Dani”, le dice Silvia, que ahora toma el monedero, una bolsa de red y sale a la calle en dirección a la escuela. “Fijate si de paso me traes una Prestobarba, la más barata, para afeitarme, sí”, le encargó Oscar al verla salir.

La escuela era un mundo de gente. Madres con sus niños en brazos hacían cola para acceder a leche del programa de gobierno. Silvia no pudo evitar persignarse al ver a tantas mujeres formando largas filas, sin respetar la distancia recomendable para evitar los contagios. Frente a la fila, había una mesa con gente del gobierno sentada con los padrones conteniendo nombre y apellido de los beneficiarios, el número de documentos y los kilos de leche que le corresponden retirar. Silvia presenció discusiones, porque una mamá empezó a levantar la voz para pedir más agilidad en la atención. Y vio como había mujeres transportando las cajas de leche apiladas en un viejo y descolorido cochecito de bebé. “Hola, vengo a retirar la leche de Mónica Domínguez”, le indica Silvia a uno de los de la mesa, quien con la ayuda de una regla de veinte centímetros empieza a buscar los renglones a la altura de la letra “D”. “Acá está”, dice para sí. “Son cuatro kilos, dos para cada niño”, agrega. Mientras lo escucha, Silvia se refriega las manos con un alcohol en gel y atiende la secreción nasal con un pañuelo de tela.

A mitad de camino de regreso a casa, Silvia se sentó en un banco de hormigón de la plaza principal del barrio, porque la manija de la bolsa, con el peso de las cajas, le está sacando ampollas en la mano. “Mirá cómo tengo la mano”, se dijo a sí misma al mirarse la palma enrojecida. Silvia aprovechó los pocos minutos del descanso para ver cómo las pocas flores que tiene el cantero están intactas. “Se ven hermosas ahora que no hay gente que las pise o se la lleve por delante”, pensó al comparar un día habitual de plaza, con feriantes y vendedores y la calesita repleta de niños, y estos tiempos de cuarentena, con la plaza vacía pero por ello mismo mejor conservada: las flores crecen, no hay charcos de agua, no hay conexiones de luz irregulares, la cerca del cantero sigue intacta y casi no hay basura por recolectar. Pensar en estas cosas le provocan una mueca de simpatía, pero ahí nomás, su semblante cambia al pensar que una plaza sin presencia humana es síntoma de algo muy malo. Ahí es cuando se sobresalta, se levanta y retoma el camino de regreso a casa, no sin antes pasar por el almacén para comprar la maquinita de afeitar de Oscar.

Día 17

Catriel tomó el celular de su tío de arriba de la mesa de luz con la intención de “jugar a los jueguitos”. Lo enciende y lo desbloquea –escuchó el patrón de ingreso en una charla que el Lucas tuvo con el Dani en la pieza, donde le confesó haber puesto como patrón el año de nacimiento. Por eso selecciona primero el número 2, luego dos veces el cero, y finalmente el 1: “2001”, balbucea. En el fondo de pantalla aparece su tío arriba de la moto con el pulgar arriba como señal de que está “todo bien”. Catriel ensaya una sonrisa y luego hace click en el buscador de internet. Pero contrariamente a lo esperado, no aparece Google en la pantalla, sino un video triple equis. “Ay papi, ahí, ahí…”, suplica una mujer de unos cincuenta años, con aspecto de ama de casa, mientras mueve las caderas y el trasero arriba de un joven delgado con cara de nerd. La Moni escucha el gemido desde la otra pieza y sale disparada hacia el objetivo. Catriel ve a su madre entrar a la pieza como la luz mala y, asustado, suelta el celular al piso, con el miembro del joven nerd en primerísimo plano. La Moni relojea la pantalla del Samsung y tras comprobar su sospecha, lanza una puteada con un potencia tal que el Lucas pega un salto de la cama y Catriel se baja del otro lado de la cama, con una finta esquiva el tackle fallido de su madre y desaparece como un correcaminos. “¿Qué te pasa, loca de mierda? Estás mal de la cabeza”, reacciona el Lucas, despeinado, los ojos en compota y con las sábanas enredadas. “Pedazo de pajero, fíjate dónde dejas el celular que el Catriel te lo agarró y estaba mirando un video porno, pajero de mierda”, le comenta su hermana. “Y yo que culpa tengo que esos chicos no tengan padre, cuidalos mejor”, le devuelve su hermano, provocando la furia de La Moni que agarra una New Balance y se la lanza a la cabeza. “Anormal, anormal”, le dice “el Lucas”. “Anda hacerte coger y déjame hacer la paja tranquilo, eh”, le dice. En el momento de la discusión, Oscar pasa caminando por el pasillo con una radio desarmada y hace un gesto de resignación. En cambio, Silvia entra a la pieza, con las manos en posición de rezo, y dice: “Por Dios y la Virgen, dejen de tratarse así, somos una familia, mantengamos la cordura”, los sermonea. “Todo bien, vieja, pero tu hija es una energúmena, sábelo”, le dice el Lucas. “Energúmena, la gringa esa que te coges y te saca el filo para drogarse, imbécil”, le dice La Moni, experta en el manejo del bisturí verbal. “¡Ya basta, ya basta!”, corona Silvia, y vuelve a la cocina.

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