(De Mario Albera) Es frecuente endiosar a los mortales cuando mueren. Es un acto voluntario, pero también involuntario: preferimos despedirlos usando palabras agradables y elogiosas, aunque a veces no del todo verdaderas, para mantener las formas.
Esto no pasa con Pedro Edgar Vega, conocido popularmente como “Perico”.
Para aquellos que no tuvieron la fortuna de conocerlo, créanme que al gran Perico le cabe una pléyade de calificativos elogiosos. Y con justicia.
Mencionaré algunos de los mas escuchados en la sala velatoria: “solidario, desinteresado, consejero, comprometido, generoso, compañero, ocurrente, educador, hacedor, etcétera”.
Es decir, es imposible no caer en elogios al recordarlo. Porque Perico era eso y mucho más.
Reitero haberlo conocido cuando empecé en el 2008 mi historia con este periódico en Villa El Libertador, y él fue uno de los apoyos facilitadores para hacer girar la rueda periodística. A través de sus testimonios y archivo personal, conocí la historia barrial y me aleccionó sobre la idiosincracia de su gente. Del sentir barrial.
Fanático de Talleres, Maradona y soltero empedernido, Perico había enfermado de diabetes, pero siguió viviendo y disfrutando de los placeres cotidianos a su manera. Y creo -me atrevo a decir- que a su manera se despidió. Fumando incluso un último pucho antes de partir.
¿Partir? ¿Adónde? A ningún lado. Perico no se fue, porque Perico perdurará en el recuerdo. Es un privilegio que nos podemos dar los que lo conocimos. Que deben ser como un millón. En eso, le competía tranquilamente a Roberto Carlos.
Me dicen: “Era una gran persona porque era comprometido socialmente”. Claro, lo era: era un educador nato. El cargo de preceptor de la escuela Patricias Mendocinas le quedaba chiquito. Perico fue el Patricias. Personificación y símbolo escolar. Marca registrada.
Era comprometido y preocupado por el andar del barrio, su gente y problemáticas sociales. Pero Perico fue entrañable porque era de esas personas inolvidables, que no pasan desapercibidas, y que ejercía el arte de la palabra y la escucha como pocos. Sin apresuramiento por juzgar. Los parroquianos del club Las Estrellas o del bar de la Tilcara sabrán de qué hablo.
Pocos tienen el don de enamorar, de empatizar con el otro y de sembrar la semilla de la amistad. Que siempre perdura. Porque siempre había ganas de verlo a Perico. Y no es casualidad: en este viaje que es la vida, hay gente que cura y reconforta.
Alguien dijo que “los hombres son iguales en la muerte”. Es cierto: la muerte iguala porque, al fin y al cabo, todos moriremos. Es inevitable. Y arbitraria a la vez, porque llega cuando menos se la espera. Sin avisar. Y así duele el doble: por su capacidad de sorprendernos malamente.
Pero Perico no era igual a todos, sino mejor que muchos.
Tenía 61 años. Mejor dicho: TIENE. Porque Perico no murió; a partir de hoy, y viendo el amor, gratitud y congoja con que lo despidió su gente, PERICO PERDURARÁ CON VIDA en el corazón de Villa El Libertador. El barrio que lo cobijó y que él engrandeció con su humanidad entera.
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