Puede que esto sólo se aplique a mi persona —y que no diga demasiado de ella—, pero he de reconocer que el cine de catástrofes posee un atractivo inapelable. Un magnetismo que continúa alimentando la curiosidad morbosa de ver colapsar nuestra civilización de la forma más atronadora posible incluso cuando hemos sido —y seguimos siendo— testigos de primera línea de un escenario pandémico que, hasta ahora, sólo parecía tener cabida en la ficción.

Más allá de esta malsana fascinación, el prolífico género continúa atrayendo al respetable gracias, en primer lugar, a la facilidad para transformar premisas en exhibiciones audiovisuales y en mecanismos de tortura inmejorables para los personajes; estando el segundo gran motivo relacionado con la vigencia de unos largometrajes que han reflejado en pantalla sus contextos históricos y los miedos predominantes en la sociedad durante sus concepciones.

Ahora, en pleno auge de magufadas, bulos, fake news y paranoia conspiranoica, el maestro de la destrucción Roland Emmerich vuelve a la carga con ‘Moonfall’; una disaster movie canónica cien por cien marca de la casa que, para bien y para mal, cumple a rajatabla con la lista de tópicos y lugares comunes sobre los que el director ha edificado buena parte de su —muy disfrutable— filmografía.

No diga «destrucción», diga Roland Emmerich

Aunque, tras el salto de su Alemania natal a la industria norteamericana, Roland Emmerich haya cultivado —con mayor o menor acierto— todo tipo de cine, regalándonos títulos como ‘Soldado universal’, ‘Stargate’, ‘El patriota’, ‘Anonymous’ o el reciente y muy recomendable drama bélico ‘Midway’; si algo asociamos al de Stuttgart es su variopinta colección de orgías apocalípticas iniciada en 1996 con la icónica ‘Independence Day’.

No hace falta observar con lupa cintas como ‘El día de mañana’ o ‘2012’ para percatarse de que todas ellas se ajustan a ciertos patrones —algunos heredados de obras previas—, exportados a producciones homólogas contemporáneas como pueden ser ‘San Andrés’ o la estimable ‘Greenland: El último refugio’. Un compendio de mecanismos narrativos que vuelven a hacer acto de presencia en ‘Moonfall’, convirtiéndola en una apuesta sobre seguro para los espectadores curtidos en la materia que no teman al «más de lo mismo».

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De nuevo nos topamos con una colección de familias disfuncionales, presuntos locos con mucha más razón de la que parecían tener, héroes traumatizados, líderes tenaces, sacrificios lacrimógenos y discursos fervorosos encajados en una estructura que vuelve a optar por lo coral; separando a los protagonistas en varias tramas paralelas aderezadas con el humor blanco e inofensivo habitual y, por supuesto, con una buena carga de acción.

En lo formal, ‘Moonfall’ resulta igualmente tópica y efectiva, salpimentando especialmente su segunda mitad con unas setpieces solventes y lo suficientemente enérgicas que demuestran la buena mano de Emmerich a la hora de planificar y arrasar ciudades en gran plano general mediante un CGI más que decente, pero que no puede evitar reciclar recursos vistos una y mil veces con anterioridad —esas persecuciones mientras el suelo se hunde tras los vehículos…—.

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En medio de esta estampa, demasiado familiar, la película encuentra dos grandes bazas en su elenco principal —en el que Hale Berry y, sobre todo, Patrick Wilson derrochan carisma y oficio frente la cámara— y, por encima de todo, en una sorprendente y, por momentos, desquiciada transición al tercer acto gestionada de forma bastante mejorable —seguimos ignorando la máxima del show, don’t tell— y que insufla energía a un metraje excesivamente abultado; volcado en presentar a unos personajes que, después de todo, no dejan de ser carne de cañón.

Es muy probable que una vez se enciendan las luces de la sala tras su proyección no tarde en evaporarse de nuestra memoria, pero, durante sus 120 minutos, ‘Moonfall’ vuelve a servirnos en bandeja de plata ese oscuro placer que encierra ver colapsar el mundo. Aunque, lo mejor de todo es que, pese a no revolucionar un ápice la fórmula —ni tener pretensión alguna de hacerlo—, se las apaña para hacerlo de un modo espectacular y entretenido que invita a olvidar el apocalipsis mundano en el que estamos sumidos; y eso, después de todo, es una de las mayores virtudes del cine.

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