Ahora que, después de bailes de fechas interminables, al fin se ha estrenado la ‘Dune’ de Denis Villeneuve, es el momento de hacer un viaje al pasado no todo lo agradable y satisfactorio que cabría esperar. Concretamente, toca retroceder 37 años para sumergirnos en la adaptación del clásico de Frank Herbert dirigida por David Lynch y estrenada en 1984 tras pasar por el… peculiar filtro de los Laurentiis.

Aunque lo que expondré a continuación sobre la película, seguramente, se traduzca en alguna que otra pedrada debido al enorme culto que la rodea —voy abriendo el escudo antimisiles—, he de puntualizar que soy plenamente consciente del caos, problemas y conflictos que rodearon la producción y de la desgana de su máximo responsable frente a un material que le sus citaba nulo interés; pero me limitaré a evaluar el producto final que se estrenó en cines.

Dicho esto, os invito acompañarme en esta reflexión sobre ‘Dune’ —en la que también la enfrentaré con la nueva versión—; un largometraje que, bajo mi punto de vista, es el ejemplo viviente de hasta dónde puede llegar la romantización de un desastre cinematográfico mayúsculo. No cabe duda de que puede ser recordada con cariño y revisada con una sonrisa cómplice en los labios, pero esto es tan cierto como que no hay por dónde cogerla.

Lucha bicéfala

Comparar la forma de dos space operas rodadas con casi cuatro décadas de diferencia, en las que la tecnología ha evolucionado hasta el punto de cambiar el modo de hacer cine, es algo sencillamente absurdo. Pero hay algo que conecta a las ‘Dune’ de Lynch y Villeneuve, y eso es una tremenda ambición en cuanto a escala se refiere que comparte su gusto por los grandes planos generales para capturar escenarios inmensos y parajes desérticos.

Durante sus primeros pasajes, la ‘Dune’ del 84 fascina a través de un diseño de producción sencillamente alucinante. Las enormes estancias capturadas con un valor de plano que, poco a poco, se ha ido perdiendo hasta nuestros días, la colección de efectos prácticos coronada por las criaturas de Carlo Rambaldi, los diseños de vestuario y naves… Todo brilla a un nivel más que notable que parece hacer justicia a un presupuesto estimado entre los 40 y los 45 millones de dólares.

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Pero, en cuestión de secuencias, toda esta ilusión se desmorona. La escena de presentación del Barón Harkonnen se eleva como un gran punto de inflexión que transforma lo que parecía ser una producción con cierto grado de sobriedad y gusto —dentro de su excentricidad inherente— en un circo a medio camino entre Troma y Cannon. Un jolgorio estrafalario mucho más cercano al cachondeo pulp de ‘Flash Gordon’ —el sello de Dino de Laurentiis es obvio—, que de ejercicios sci-fi coetáneos más alineados con el material original.

A partir de ese momento, la pulcritud formal y audiovisual de ‘Dune’ comienza a dar incomprensibles bandazos. Los efectos visuales más pulidos se intercalan con otros de saldo —sorprende que títulos como ‘Blade Runner’, ‘El imperio contraataca’ o ‘Terminator’ sean contemporáneas y tuvieran menos presupuesto—, las caracterizaciones de personajes se desmadran aún más —lo de Sting en taparrabos es digno de estudio—, las interpretaciones entran en los peliagudos terrenos del histrionismo… hasta el guitarreo de Toto parece estar fuera de lugar.

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Viendo el filme de Lynch da la sensación de estar presenciando una batalla entre dos producciones diferentes luchando por acaparar más minutos de metraje, lo cual choca frontalmente con lo visto en la ‘Dune’ de Villeneuve; una obra que muestra una gran consistencia de principio a fin y deja claro que es el trabajo de un autor con una visión clara y suficiente control creativo.

«Where are my feelings, I feel for none»

Por encima de la forma —que siempre es, y debería ser algo secundario—, el gran abismo que separa ambas adaptaciones de ‘Dune’ para la gran pantalla radica en su narrativa y en el modo de estructurar la épica de Paul Atreides y su viaje mesiánico. La versión de Lynch condensa todo el arco dramático en poco más de un par de horas, mientras que Villeneuve opta por fragmentar la historia en dos partes, siendo la primera de ellas de dos horas de media —que la cinta del 84 cubre en sus primeros 75 u 80 minutos, aproximadamente—.

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Mientras que el cineasta francocanadiense puede permitirse cocinar a fuego lento su relato, inyectándole un ritmo casi hipnótico, presentando con calma a sus personajes y al universo que les rodea, y dedicando tiempo a plantar semillas cuyos frutos se recogerán más tarde, el montaje de Anthony Gibbs para David Lynch se ve obligado a pisar el acelerador desde el primer momento para poder llegar a la meta a tiempo.

La ‘Dune’ Lynch está cortada a machete, con un sentido de la progresión dramática atropellado y una escasez —que no ausencia— de cohesión que enlaza secuencias sin ton ni son mientras la acción y los personajes pasan frente a los ojos del espectador generando más confusión que emoción. Pero, para poder incorporar algo de pegamento a este sindiós y hacer más comprensible la densa historia de Herbert, la película opta por dar el peor uso posible a un peligroso recurso: la voz en off.

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Además de algunas conversaciones extenuantes, es el off quien convierte ‘Dune’ en la fiesta de la exposición oral más tediosa y, a su vez, esencial para poder condensar una trama y un lore demasiado amplios. En este caso, se convierte en una herramienta multifunción que aporta trasfondo e información necesaria; pero también expresa emociones y pensamientos de los personajes —horrible—, resumiendo en pocos segundos lo que deberían haber sido escenas propiamente desarrolladas en pantalla.

Pero los efectos de la voz en off son mínimos si los comparamos con el peor efecto secundario de la velocidad narrativa de la ‘Dune’ de David Lynch: el tratamiento de personajes. En un pasaje del largo, Paul se pregunta —en off, por supuesto—, dónde están sus sentimientos, aclarando que no siente nada por nadie. Pues bien, esta incógnita bien podría proyectarse sobre el espectador menos cómplice, quien es posible que ni sienta ni padezca por la colección de rostros que pueblan Arrakis.

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Muertes, traiciones y tragedias pierden toda efectividad porque no hay tiempo a plantear, desarrollar ni a establecer empatía con los protagonistas —Villeneuve nos aísla de ellos a través de la gélida aproximación por cámara—. Las relaciones entre ellos evolucionan por corte, las rivalidades por elipsis, y el bueno de Paul ve completada su conversión en Muad’Dib en menos de lo que se tarda en decir «Bene Gesserit».

El tiempo, ese que, según dicen, siempre pone todo en el lugar que merece, ha terminado colocando a la ‘Dune’ de David Lynch en la estantería de los clásicos de culto, siendo venerada por muchos y mirada con condescendencia por quienes señalan a los Laurentiis como culpables de una desgracia mayúscula. No seré yo quien diga lo contrario ni pontifique sobre cómo debe catalogarse a un largometraje pero, en ocasiones, no hay mayor deformador de la realidad que la nostalgia.

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