DÍA 1
El jefe de familia insulta al aire. El más chico de la casa, “el gurrumín de la abuela”, entra corriendo de la calle y se lleva por delante la Motomel, las sillas del comedor y deja a medio tragar la bombilla al abuelo que busca empezar el mate de la mañana.
“Mirá por dónde corrés, carajo”, lanza Oscar, enojado, malhumorado, dos días encerrado en casa “por esto del coronavirus”. Trabaja en una obra en el centro de la ciudad que se frenó por la llegada de la pandemia.
Oscar vive con su esposa Silvia, sus hijos Mónica y Lucas, y sus nietos Catriel y Anabella. Silvia es ama de casa, es la que gobierna los tiempos y espacios del hogar. Ella era amo y señor de cada metro cuadrado de la casa hasta que la llegada del virus chino y el encierro depuso la monarquía hogareña.
“Vengan a tomar la leche”, ordena la abuela a sus nietos. Catriel y Anabella juegan a la guerra de almohadas en la pieza. “Cállense, dejen escuchar. ¡Nena, poné más fuerte el televisor”, ordena Oscar.
Mónica, mamá de los niños, está sentada con las piernas cruzadas concentrada en el teléfono celular. “Las chicas dicen que hoy entró un señor grande y empezó a toser y todos empezaron a mirarlo mal y a pedirle que se vaya”, lee un mensaje del grupo de WhatsApp de sus compañeras de supermercado.
Nadie la escucha. Cada uno de los miembros de la familia está ensimismado en sus quehaceres. Oscar está absorto en las noticias de Crónica TV. “Rompen todo para tomar el tren”, dice un zócalo con letras blancas y chapa roja. “Así es la desesperación”, dice otro. Los colores chillones y la tipografía impactante mantienen embobado al hombre de la casa con la ñata frente a la pantalla. “Esto va a terminar mal”, pronostica, mientras muerde el pan casero que acaba de comprar en la calle. “Llevalo tranquilo que lo cocino con el barbijo puesto”, le dijo el vendedor.
Los chicos empiezan a correr carreras alrededor de la mesa. La Moni se queja porque la crema hidratante no le barre la lavandina impregnada en el cuerpo. El encargado del supermercado le pidió limpiar con un rociador la zona de las cajas en forma constante para “sacar el bicho”. Tantas horas con el desinfectante en la mano le provocaron náuseas y una picazón general.
Un alarido ensordecedor y chillón viene del patio. “Dejala tranquila o te doy”, reta Mónica a Catriel, que suelta a su hermana y se queda con un mechón de pelos en la mano. El llanto de Anabella tiene sonido estéreo. La nena busca el consuelo de su madre, indiferente y concentrada en el celular. Fue a parar con la cabeza gacha a las faldas de la abuela.
Lucas, el otro integrante de la familia, trabaja con su padre en las obras. Ahora está reclinado en el sofá de la cocina, deshilachado y grasiento. “Miren este meme”, dice, y estalla en carcajadas mientras blande la pantalla en el aire mostrando un chiste sarcástico sobre la inédita cantidad de muertos por coronavirus en Italia. En la pantalla del televisor aparece Mauro Viale envuelto en una cortina musical tétrica. “Me dicen que en Italia hoy murieron más de 400 personas, yo sé que informando esto generamos pánico, pero no voy a ser necio. Más que pánico, siento terror”. El jefe de familia se atraganta con el sorbo del mate. “Pasame el repasador”, ordena, y se seca la camisa. “¿Qué vas a cocinar esta noche, vieja?”, pregunta, ansioso.
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