El fallecido semiólogo y escritor italiano Umberto Eco en uno de sus celebrados ensayos desarrolla la forma de cómo el poder siempre necesita tener un enemigo enfrente y si por determinadas circunstancias no lo tiene, cómo se las ingeniará para construirlo.

Esto lo sabe y siempre lo ha hecho al pie de la letra el kirchnerismo. Primero en su enfrentamiento con el campo, luego fue el turno de los medios de comunicación, siguió la clase media y actualmente el mal está representado por los habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Obviamente, no se trata del primero ni será el último movimiento político o gobierno que utiliza esa estrategia para cohesionar el frente interno, profundizando en cada acción la división y el conflicto. Es más, el macrismo, en la anterior administración se entusiasmó y especuló todo el tiempo con la polarización con Cristina Kirchner.

Según Eco, tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Y agrega: “Por lo tanto cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo”.

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Ahora bien, a ese enemigo, una vez escogido, es imprescindible dividirlo. Esto es propio del transitado manual básico de la política. Ya hablaron de esto, en diferentes épocas, Sun Tzu, Julio César, Napoleón y Maquiavelo, entre otras figuras destacadas de la historia.

Sin embargo, la consumación de la disyuntiva amigo-enemigo fue delineada específicamente por el filósofo y jurista Carl Schmitt, quien con este dilema  buscó otorgarle un sustento teórico al nazismo.

En esa lógica de razonamiento binario, quien no es amigo pasa a ser directamente enemigo y por ende está legitimado someterlo o liquidarlo como exige la necesidad política, sentencia que ha sido adoptada tanto por regímenes totalitarios de derecha como de izquierda.

En esta dicotomía amigo-enemigo no se le reconoce el derecho a existir al otro, sino que por el contrario este planteo extremo da lugar a un enfrentamiento permanente hasta que en algún momento se arribe a una solución final.

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Es posible que, en este proceso, al encontrarse con una fuerte resistencia, los protagonistas, planteen una estrategia de mediano plazo, donde se pueda convivir en un tiempo de transición con otros sectores, mientras vayan socavándolos desde sus cimientos.

En esta lógica de guerra no existen adversarios políticos que se disputan democráticamente el poder, ni diálogo posible, sino un enemigo al cual hay que domesticar y si no cede, eliminar.

En lugar de adversarios hay “cipayos”, “gorilas”, “neoliberales”, “zurdos” y calificaciones equivalentes, es decir, personas despreciables y contra los cuales vale todo tipo de condena o castigo.

Los insultos emitidos por los autoproclamados dueños de la verdad están dirigidos a todos los ciudadanos que piensen de modo diferente y que trabajen democráticamente por la consolidación de un estado republicano, donde es posible el disentir dentro del consenso.

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En una democracia, es fundamental la opinión de la mayoría circunstancial, pero también el respeto y la voz de las minorías. El pensamiento único no es propio de sociedades que aspiran a consolidar un sistema plural y republicano.

El camino fructífero nos debería llevar a un sistema que apueste con firmeza a bregar por un equilibrio entre los derechos sociales y las libertades individuales y donde no se ponga en duda el rumbo resuelto por consenso, se fomente el diálogo y se respete el disenso.

Por eso, aquellos que batallan en la fórmula amigo-enemigo, están en las antípodas de los que pretenden cerrar una grieta profunda.

Cuando dos no quieren, uno no puede. Esto es así para el amor, para el boxeo y también para el diálogo político.

Mientras en la Argentina esa lógica perjudicial de construir enemigos siga vigente, seguiremos en una espiral de decadencia con estación final en el infierno.

Consultor y periodista.