
La muerte tuvo la última palabra sobre demasiadas personas, nos pegó finales ajenos en la cara y siglos de cruces que no terminan de irse del alma. Nos arrancó la historia y nos dejó el pasado, nos obligó al coraje y escondió el milagro.
En Argentina la teoría del derrame es Jesús. El que tiene le da al que no tiene. Acá es así. Somos nacidos y criados con una gauchada pendiente, una versión laica del evangelio que nadie puede matar. No es política, tampoco mitología, entramos a la eternidad transpirados, pero cumpliendo.
Llegamos para cuidar. Queremos estar vivos en el casamiento de un hijo, en el bautismo de un nieto, en las últimas vacaciones o en la tesis de una hija. Al tiempo no lo pensamos en años, sino en metas. Los países pobres vivimos como tipos de 80 años soñando con la radio bajita.
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Empezamos el siglo quemando bancos y contando muertos, pasamos del que se vayan todos al que venga alguien. Fravega, derechos humanos y reiki 3 veces por semana. Lujan, paritarias y llama violeta. Planetario lleno e iglesias vacías, colchonetas de meditación que triplicaban a los fieles en un confesionario. Una coartada de buenos que hablaba de las consecuencias sin mencionar las intenciones.
Y apareció Francisco, porque nadie puede atraer sin rezar.
En su primer domingo de Ramos, recordó una bendición irlandesa que mamá repetía antes de cada quimioterapia antes de quedarse dormida: «Que el camino venga a tu encuentro, que el viento sople siempre a tu espalda, que el sol te dé siempre en la cara, que la lluvia caiga lentamente en tu campo y hasta que volvamos a vernos, que Dios te tenga en la palma de su mano».
Ese fin de semana la visité en su cumpleaños. Flores y besos que van de la mano al mármol. A su tumba ya no se le veían algunas letras. La lluvia y el barro le habían borrado las iniciales y era inútil repasar con el dedo. Después de enterrarla creí que las plegarias habían quedado de su lado del mundo.
“Allá la fe, acá las pruebas”.
Pero me equivoqué.
Otra vez me equivoqué.
La misma oración estaba en otra boca.
A veces las letras se completan con rezos, que nos
dan algo que el tiempo no puede darnos: un lugar.
El nombre Liliana termina en un Papa. Gracias mamá Francisco.
(*) Director Periodístico de Crónica TV, engresado en Periodismo de Perfil Educación