La Gran Guerra comenzó el 28 de julio de 1914, luego del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, el heredero de la corona del Imperio austro-húngaro, en Sarajevo, capital de Bosnia, asesinado por Gavrilo Princip, de la organización secreta serbia Mano Negra. El conflicto se ramificó como reguero de pólvora. Los alemanes buscaban llegar rápido a París. Su propósito se vio frustrado, y el esfuerzo bélico quedó estancado en las trincheras.

En la primera fase de la guerra ocurrieron la Primera Batalla de Ypres y la del Marme, con miles de muertos. El horror no era lo no frecuente sino temblor cotidiano. Al llegar la Navidad, en el Frente occidental, los hombres decidieron recordar que eran humanos, no máquinas de matar. La proximidad de las trincheras permitía que los soldados de ambos bandos se comunicaran, y enviaran saludos y pedidos de cese el fuego.

La música fue gran protagonista de lo inesperado. El tenor Walter Kirchhoff no era soldado profesional; actuaba como un voluntario que combatía en una trinchera alemana. Cuando llegó navidad empezó a cantar. Improvisó un concierto. Su canto no solo embelesó a sus compatriotas. Un oficial francés que lo había visto y escuchado en la Ópera de París, lo reconoció. Fuera de todo protocolo militar, empezó a aplaudirlo. Kirchhoff dejo entonces su trinchera para saludar a su admirador. Los regimientos ingleses y escoceses respondieron cantando villancicos. La música disolvió el abismo de la batalla en curso. Todos entonces se reunieron en la llamada «Tierra de Nadie», entre las trincheras. Sin armas.

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Esta historia es recreada en la película francesa de 2005 Joyeux Noël (Feliz navidad) de Christian Carion, nominada al Óscar a mejor película extranjera, en la que Kirchhoff es el tenor Nikolaus Sprink. La tregua fue también recordada en el vídeo de Paul McCartney, Pipes of Peace, de 1983.

Por la emoción del canto, alemanes, ingleses y franceses recordaron algo profundo: todos eran humanos divididos por las ambiciones e intereses de una guerra que no entendían. Soldados de ambos bandos cruzaron la Tierra de Nadie, y llegaron hasta las trincheras contrarias. Y no recibieron una ráfaga de ametralladora o granadas como respuesta, sino aplausos, alegría, abrazos. Hablaron: ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos hijos tienes? Muéstrame la foto de tu novia. ¿Cuál es tu deporte favorito? Juguemos un partido de fútbol; te doy esta lata de sardinas; y yo te doy un poco de tabaco; te doy esta armónica, y yo te doy una de mis plumas con las que escribo mis cartas a casa.

Y en esa tregua excepcional, los soldados acordaron enterrar a los muertos en ceremonias fúnebres compartidas. Los antes enemigos, hablaron como buenos vecinos, e intercambiaron tabaco, alcohol, comida, whisky, periódicos, chocolate, botones, sombreros, o pumpernickel (pan negro de Westfalia).

Los alemanes gustaban colocar árboles de Navidad y velas en sus trincheras; y muchos de ellos sabían inglés por haber vivido o viajado a Inglaterra. Todos acordaron en que detestaban esa guerra, y que querían regresar al hogar; y se rieron y abrazaron, hablaron, se mostraron las fotos de sus seres queridos; eran solo humanos que, en aquella tregua encantada, cultivaban una confraternidad imposible; pero luego aceptaron que el milagro de convertirse de vuelta en humanos debía terminar. Y se desearon buena suerte.

Antes de despedirse, entre ellos, y lejos de los generales que ordenaban recalentar los hornos de la muerte, se reconocieron lo ridículo de que un campesino, o un artesano, o un carpintero de un país, mate a otro campesino, artesano, o carpintero de otro país.

Se estima que unos 100.000 soldados británicos y alemanes participaron en las treguas informales del frente occidental.

Dichas treguas no eran solo un remanso navideño. En ocasiones, ocurrían como si hubiera picos de espanto, en los que los soldados ya no podían matar más. La fraternización resurgía, entonces. Se permitía al rival pasar las propias líneas para buscar a compañeros heridos o muertos. En el frente oriental, también se dieron treguas espontáneas entre austro-húngaros y rusos en las primeras semanas de la guerra.

Al año siguiente, los soldados quisieron repetir en Navidad el recuerdo de su humanidad. Pero los altos mandos prohibieron las treguas. Charles de Gaulle se quejaba de la “debilidad” de los soldados franceses que confraternizaban con el enemigo, lo mismo que Víctor d’Urbal, que llegó a tener a su mando todas las tropas francesas en Bélgica. El Estado Mayor de los ejércitos sometió a los soldados a cargas infernales y ataques apocalípticos de artillería en el Somme o Verdún, o a tanto gas venenoso, agonía, desangramiento, ratas, cuerpos mudos y despedazados, que la deshumanización finalmente se impuso. El otro, definitivamente, solo era un enemigo, no alguien como yo, era el mal de cuya derrota dependía mi vuelta a casa.

La prensa oficial de los países en conflicto subestimó el cese del fuego decidido por los soldados, o directamente le impuso la censura. En Alemania se criticó a los que olvidaban su deber marcial; en Francia, se redujo la tregua a los heridos, y se puso más empeño en difundir la decisión del gobierno de acusar de traición al gesto confraternizador.

Pero en la prensa italiana, el Corriere della Sera informó sobre las tropas enemigas que confraternizaban, mientras que el diario florentino La nazione hizo saber de un partido de fútbol en la Tierra de Nadie.

Como la música, el fútbol fomentó la momentánea reconciliación. En Bélgica, en 2014, la UEFA (la Unión de Federaciones Europeas de Fútbol) celebró el centenario de la tregua de Navidad de 1914, con varias actividades, en las localidades belgas de Ypres y Comines-Warneton, en las que estaban las trincheras. El presidente de la UEFA, Michel Platini convocó a los jefes de gobierno de Francia, Bélgica, Alemania, Italia, Reino Unido e Irlanda, y se colocó un monumento como parte del evento conmemorativo.

El cese espontáneo al fuego decidido por los soldados rasos, por la infantería, por el pueblo combatiente, fue un fenómeno cultural de alto alcance, cuyas características eran el hartazgo ante la muerte en una guerra poco comprendida; el callado repudio a sus propios gobiernos y oficiales y generales; el principio del “vive y deja vivir”; la humanización por la música y el deporte; la expectativa de que la difusión periodística de las treguas pudiera influir en la opinión pública a favor de la paz; el deseo de racionalidad; el reconocimiento de que un pobre soldado francés, inglés o alemán tenía mucho más en común entre ellos que con los oficiales de sus propios ejércitos.

Las treguas de la Primera Guerra Mundial son la memoria de una unidad posible aun en medio de la destrucción.

Hasta el 2005 todavía vivía alguien que había participado personalmente en la navidad inolvidable. Alfred Anderson era un carpintero escocés, nacido en 1896, en Dundee. Combatió en la Royal Highland Regiment. En diciembre de 1914, fue uno de los participantes de la famosa tregua navideña. Sobrevivió a la guerra, volvió a Escocia y a su trabajo con la madera. Murió el 21 de noviembre de 2005, en su amada Escocia, a los 109 años, luego de una extraordinaria longevidad.

Seguramente, en sus últimos días habrá evocado su vida de más de un siglo; habrá atravesado los muchos recuerdos de tantos días y noches, entre soles, nieblas y estrellas, y los gritos y muertos del pantanoso averno de la Primera Guerra Mundial; seguramente, habrá vuelto en su memoria a aquella navidad extraordinaria en la que los humanos preparados para arrancarse las entrañas recordaron que todos, amigos y enemigos, respiraban el mismo aire, todos temblaban y soñaban. Y nadie quería morir por algo que no entendía.

(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, creador de la página cultural La mirada de Linceo. [email protected]