Hay algo extraño en cómo entendemos el éxito. Por un lado la sociedad parece premiar la dureza, la frialdad y hasta la maldad en ciertos contextos como el liderazgo, los negocios o la política, como si sentir fuera algo que los ganadores no pueden permitirse. Pero al mismo tiempo la amabilidad es lo que realmente sostiene el mundo y nos une. Es la que provoca cohesión social y un verdadero bienestar. Con esto en mente es inevitable que nos preguntamos si la maldad es inherente al éxito o si en realidad hemos malinterpretado lo que significa el éxito.
Una visión filosófica de amabilidad y maldad
La historia lleva siglos dándole vueltas a esta contraposición entre maldad y amabilidad. El filósofo Thomas Hobbes argumentaba que «el hombre es un lobo para el hombre» y que está condenado a necesitar un poder fuerte que lo controle, lo que sería precisamente lo que nos enfrenta de manera constante a unos y otros. La frase opuesta es del también filósofo Jean-Jacques Rousseau que aseguraba que «el hombre es bueno por naturaleza«. Una visión más optimista que no habla de una maldad innata sino de que nacemos buenos pero es la sociedad la que nos corrompe y nos hace malvados.
Siglos más tarde, Maquiavelo lanzaba la que durante mucho tiempo se consideró casi una guía para el liderazgo: “es mejor ser temido que amado, si no se puede ser ambas cosas”. Se nos quedó tan grabada que muchos la siguen repitiendo sin cuestionarla. Hasta ahora que las generaciones más jóvenes ya no idolatran al jefe autoritario. La generación Z y buena parte de los millennials buscan líderes con habilidades blandas, que escuchen, se preocupen y entiendan la empatía como una estrategia de liderazgo y no como una debilidad.
El poder desde el punto de vista psicológico
A nivel psicológico, el poder cambia a las personas. Esta investigación de la Universidad de California liderada por el profesor Dacher Keltner, analizó cómo el poder modifica la conducta y lo que descubrió es que aquellos participantes que tenían una mayor autoridad mintieron más en las negociaciones, hicieron trampa y mostraron una menor ética. Cuanto más poder acumulamos, menos percibimos las emociones de los demás. A nivel neurocientífico, es como si los poderosos perdieran el contacto con la realidad.
De esto ya habló Lord Acton, político y escritor del siglo XIX, que aseguraba que “el poder tiende a corromper” y cuanto más absoluto sea el poder, mayor será la corrupción del mismo. Esos efectos perversos del poder podrían explicar por qué ciertos estilos de liderazgo se siguen valorando e incluso ciertos rasgos, como la “tríada oscura”, parecen funcionar como atajos hacia el éxito en ciertos ambientes. Lo hacen porque encajan con un sistema que premia la frialdad y la eficacia por encima de la humanidad.
A nivel social, el capitalismo nos empuja a competir desde que nacemos. Nos enseña que hay que ganar y ser “el mejor” para alcanzar el éxito. En una sociedad que glorifica la productividad y la autoexplotación, la amabilidad queda en un segundo plano (si es que existe siquiera) y suena a una pérdida de tiempo a pesar de que es esta la que evita que todo se desmorone.
Sobre si la maldad es la única forma de tener éxito
Ser una mala persona o comportarse sin escrúpulos puede dar resultados. Amazon, por ejemplo, dirigido por Jeff Bezos, creció a una velocidad vertiginosa bajo una cultura laboral agresiva que The Guardian calificó de “jungla”. Uber hizo lo mismo en sus primeros años, priorizando la expansión a cualquier precio y con una cultura agresiva inspirada en los principios de liderazgo de Amazon. Ambos lograron un éxito sin precedentes que se impuso a costa de dejar un rastro de agotamiento, estrés y burnout en sus empleados.
Pero el liderazgo agresivo no es el único posible. Hay líderes que han demostrado que la amabilidad también puede ser una ventaja estratégica, como Satya Nadella de Microsoft, cuya apuesta por la colaboración, la escucha y la inteligencia emocional multiplicó la innovación y la motivación de sus empleados y con ello, su valor como empresa. El beneficio económico y la ética no son enemigos.
Nuestro cerebro responde de forma más positiva a los líderes que muestran compasión, y trabajar en una cultura de trabajo más compasiva se ha relacionado con un menor agotamiento emocional de los trabajadores y en un menor ausentismo laboral. La empatía es una habilidad de liderazgo tan valiosa que Harvard Business Review ha publicado decenas de estudios donde los equipos liderados con empatía obtienen mejores resultados, menos rotación y más creatividad.
La amabilidad funciona como capital social y cuanto más se invierte en confianza más se multiplica el valor. En cambio, las culturas laborales tóxicas se traducen en ansiedad y a nivel social, en desconfianza y desigualdad. Investigaciones recientes demuestran que cuando cooperamos, se activan circuitos cerebrales concretos que favorecen el vínculo, la confianza y el bienestar colectivo. Es más, la corteza prefrontal está diseñada para gestionar normas de cooperación y no solo rivalidad, así que pensar que la maldad es imprescindible para triunfar es ir en contra de la propia biología humana.
¿Es una utopía o un camino posible?
Cada vez más movimientos entienden que la amabilidad es un camino éticamente posible para alcanzar el éxito. Desde el liderazgo consciente hasta la economía del bien común pasando por la psicología positiva comparten la misma idea, que la empatía no solo hace más humanos a los líderes, sino también más eficaces. Si revalorizamos la amabilidad sin caer en la ingenuidad, esta puede funcionar como motor de cambio y progreso humano.
Puede que la maldad abra algunas puertas pero es la amabilidad la que las mantiene abiertas. Quizá el reto no sea elegir entre una cosa u otra, sino cambiar lo que entendemos por éxito. Dejar de medirlo en cifras y empezar a hacerlo en bienestar, vínculos y propósito, porque al final no hay triunfo que valga si en el camino nos perdemos y nos convertimos en alguien de quien otros quieren escapar.
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