
El pasado 9 de septiembre, la diplomática alemana Annalena Baerbock declaró abierto el octogésimo período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas-que le está tocando presidir- bajo el lema “Mejor juntos: 80 años y más para la paz, el desarrollo y los Derechos Humanos.”
A ese evento siguió, el 21 de septiembre, la Reunión de Alto Nivel para celebrar el aniversario de la creación de la ONU que reunirá, -entre ese acto y los Debates Generales que tuvieron lugar desde el día siguiente y hasta el 29 de septiembre- a la gran mayoría de los Jefes de Estado y de Gobierno de los 193 Estados miembros de la ONU, a fin de reflexionar sobre los logros de las últimas ocho décadas y el camino a seguir para un sistema multilateral más inclusivo y receptivo.
Sin embargo, será el 24 de octubre de 2025 cuando se cumplan los 80 años de la entrada en vigor de la Carta de San Francisco, el instrumento jurídico que dio nacimiento a las Naciones Unidas.
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Aquella iniciativa surgida tras la tragedia de la Segunda Guerra Mundial encarnaba la voluntad de construir un orden internacional basado en la cooperación, la paz y el respeto de la dignidad humana. No fue casual que los países vencedores entendieran que, sin reglas comunes y sin un foro que nos reuniera a todos, el mundo podía volver a hundirse en el caos.
Hoy, ochenta años después, la pregunta inevitable es si Naciones Unidas sigue cumpliendo aquel mandato. Es cierto que la organización parece haber perdido prestigio y protagonismo.
El multilateralismo ya no está de moda, y lo bilateral ofrece soluciones más rápidas, produce acuerdos inmediatos y se ajusta mejor a la urgencia de las agendas nacionales. Pero lo multilateral, aunque más lento y complejo, ofrece algo mucho más valioso: pluralidad de voces, riqueza de miradas y la posibilidad de construir consensos que trascienden los intereses inmediatos de cada Estado.
Naciones Unidas enfrenta críticas, pero al mismo tiempo sostiene una agenda estratégica que ningún otro foro global puede reemplazar, tales como la lucha contra el cambio climático, la prevención de conflictos armados, la regulación de la inteligencia artificial, la gobernanza de la ciberseguridad, la gestión de los flujos migratorios, la reducción del hambre y la pobreza extrema, o la promoción de los derechos humanos, entre tantos otros.
Aunque no despierten entusiasmos políticos inmediatos, estos temas son decisivos para el desarrollo y el bienestar de nuestra sociedad global. La ONU no siempre logra resultados concretos y tangibles frente a los desafíos del presente, pero renunciar a ella sería retroceder a un mundo sin reglas, donde la ley del más fuerte terminaría imponiéndose.
El balance de estos ochenta años debe ser realista. Naciones Unidas tiene fracasos que pesan en su historia: la incapacidad de evitar genocidios como el de Ruanda, la lentitud con la que reaccionó en Bosnia o Somalia, los abusos cometidos por algunos de sus cascos azules.
Esos errores alimentan la percepción de ineficacia. También generan dudas en la opinión pública mundial, el papel no tan visible como se querría en conflictos actuales de enorme magnitud, -como los de Ucrania y Gaza– lo que contribuye al descrédito y a la sensación de que la organización no responde con la contundencia que los tiempos exigen.
Sin embargo, sería injusto ignorar sus logros. La erradicación de la viruela liderada por la Organización Mundial de la Salud, el sistema internacional de protección de refugiados -que sigue siendo un faro en medio de las crisis migratorias-, el Protocolo de Montreal -que salvó la capa de ozono, las operaciones de paz que estabilizaron países como Namibia, Mozambique, Timor-Leste o Liberia-, las más de 55 millones de minas antipersonales retiradas, o los millones de niños salvados por las campañas de UNICEF, son ejemplos concretos de que el multilateralismo puede dar frutos duraderos.
Un dinosaurio se metió en la ONU y criticó a las potencias que derrochan en energías fósiles
La propia presencia de cascos azules en lugares como Sudán del Sur o la República Democrática del Congo, protegiendo a civiles en riesgo inmediato, ilustra la vigencia del mandato fundacional de proteger la paz.
Para quienes creemos en la integración regional como instrumento de desarrollo y bienestar, la lección es clara: debemos creer aún más en el paraguas de Naciones Unidas. La integración regional nos permite sumar fuerzas entre vecinos, pero el multilateralismo global nos ofrece el marco universal en el que todas las naciones, grandes y pequeñas, se encuentran en pie de igualdad.
Por eso, más que desentendernos de la ONU, lo que debemos exigir es su reforma. Necesita órganos de decisión más ágiles, transparentes y representativos, que no solo expresen la voz de los gobiernos sino también, de algún modo, la voz de los pueblos. Y aquí aparece la cuestión central: la necesaria revisión y ampliación del Consejo de Seguridad, democratizando su composición y funcionamiento para reflejar la realidad geopolítica del siglo XXI y no la del mundo de 1945. El desafío de nuestro tiempo es democratizar una institución creada en el siglo XX, sin perder de vista los valores y principios que le dieron origen.
Ochenta años después de San Francisco, sigue vigente la idea de que no hay paz posible sin reglas compartidas, ni seguridad sostenible sin cooperación internacional. El mundo de hoy es más complejo, más fragmentado y más imprevisible que el de 1945. Precisamente por eso, necesitamos más multilateralismo, no menos.
El desafío de nuestro tiempo es democratizar una institución creada en el siglo XX, sin perder de vista los valores y principios que le dieron origen»
Y aunque hoy Naciones Unidas no esté de moda, sigue siendo el único foro que nos reúne a todos bajo un mismo techo. Reformarla, fortalecerla y dotarla de legitimidad no es una opción, sino que es la condición indispensable para garantizar que la paz y la justicia internacional sigan siendo bienes colectivos y no privilegios de unos pocos.
En este punto, conviene advertir que la tentación de refugiarse en el unilateralismo y en la lógica de la confrontación es tan fuerte como peligrosa. La narrativa que privilegia los intereses nacionales inmediatos sobre la cooperación global gana terreno en muchos países.
El repliegue sobre sí mismos de algunos Estados poderosos, que levantan muros físicos y simbólicos, que se desentienden de los acuerdos internacionales y que pretenden reducir la política exterior a una transacción de corto plazo, se alza como el reverso exacto del espíritu de San Francisco.
El problema es que, en un mundo interdependiente, esa actitud no genera mayor soberanía ni más seguridad, sino que, por el contrario, genera más aislamiento y más fragilidad.
El cambio climático, las pandemias, la inteligencia artificial, la ciberseguridad, la proliferación nuclear y los flujos migratorios son fenómenos que ningún país puede enfrentar en soledad. No hay ejército ni presupuesto nacional capaz de reemplazar lo que solo puede lograrse con cooperación global. Pensar lo contrario es ingenuo en el mejor de los casos y temerario en el peor. Frente a esas amenazas transnacionales, el multilateralismo no es un lujo sino una necesidad estratégica.
Las Naciones Unidas cumplen 80 años en un tiempo difícil, en el que abundan los discursos que las desacreditan. Pero lo cierto es que, si no existieran, habría que inventarla. Y no solo inventarla, sino dotarla de más poder de decisión, de más legitimidad y de más democracia interna. La disyuntiva es clara: o reformamos la ONU para que pueda ser más eficaz en este siglo, o nos resignamos a un mundo regido por la ley del más fuerte. Quienes creemos en la integración y en la cooperación no podemos dudar de qué lado estar.



