Ángeles Castillo

Puede que Santillana del Mar sea el primer pueblo bonito a rabiar que se cruzó en nuestras vidas. Y puede que fuera a propósito de la increíble cueva de Altamira, conocida como la Capilla Sixtina del arte rupestre, Patrimonio obvio de la Humanidad. Eso ocurrió cuando aún no sabíamos de Cadaqués, en el Ampurdán de Dalí, ni de Olivenza, en el Badajoz más portugués, bellos a su manera.

Santillana, tan medieval y tan recoleto, ajeno al paso del tiempo, era el contrapunto perfecto para el urbano y aristocrático Santander, separados ambos por tan solo veintiocho kilómetros. A sus impecables calles escoltadas por históricos edificios, piedra sobre piedra, con balcones a los que cualquiera se querría asomar, se sumaba el reclamo de una colegiata soberbia. Otra clase magistral sobre el románico a la que no faltar.

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Así que Santillana del Mar está en nuestro imaginario como el pueblo bonito por antonomasia, desde mucho antes de que se hablara de los pueblos más bonitos de España, que los hay, por fortuna, a pares. No íbamos desencaminados porque fue declarado conjunto histórico-artístico, algo así como la constatación oficial de la belleza, allá por 1889, en pleno auge del romanticismo.

Unos años antes, en 1868, el lugareño Modesto Cubillas había descubierto la famosa cueva, una de las joyas del arte rupestre a nivel mundial, con pinturas de bisontes y demás acarreando una antigüedad entre 35.000 y 13.000 años. Un hallazgo que atrajo al lugar a estudiosos e intelectuales y despertó incluso al arte de vanguardia para alimentar aún más sus ensoñaciones. Ya lo dijo Picasso: «Después de Altamira, todo es decadencia».


Todo en Santillana del Mar es histórico-artístico, y con flores.


TURISMO DE CANTABRIA


Es curioso, pero fue Eusebio Güell la persona que en 1927 comenzó con las restauraciones. Había hecho lo propio en calidad de mecenas con Gaudí, de donde el Parque Güell. En otro orden de cosas, Alfonso XIII le había concedido el título de conde por haber contribuido a engrandecer económicamente España. Y este, agradecido, donó a la monarquía el Palacio Real de Pedralbes. Pero volvamos a Santillana.

A este pueblo de 4.200 habitantes, además, la sabiduría popular le adjudicó rápido, sirviéndose de los habituales juegos de palabras, el sobrenombre de «la villa de las tres mentiras» porque ni es santa ni llana ni tiene mar, aunque eso habría que verlo. Porque lleva a Santa Juliana en su nombre y en el de la colegiata, no la abrigan grandes montañas y sí tiene salida, aunque no directa, al mar.

Todo lo tienes que ver en Santillana del Mar

Ya en el siglo XIII se conocía como Villa de Sancta Illana, por la gloria de su templo religioso. Y de ahí a Santillana solo había un paso más. El Mar se le añadió a continuación por su cercanía al Cantábrico, que está, suyas son las tranquilas playas de Santa Justa y Ubiarco, aunque no se ve.

En cuanto a su casco histórico, todo Santillana lo es porque se organiza en torno a dos calles principales, que desembocan, a su vez, en dos plazas, sin que nada tenga desperdicio aquí. Da igual qué esquina dobles o por qué rincón te dejes caer. Tal vez no tenga flores o te guste más esta casona que aquella, pero todo él es sorprendentemente monumental.

Pero la gran emoción quizá la desate la colegiata de Santa Juliana, del siglo XII, el más importante exponente del arte románico en Cantabria, con su preciosísimo claustro, el de los 43 capiteles, que a ver quién puede igualar. A su alrededor se desarrolló, en dicha época, un núcleo de población boyante, de lo que da cuenta la cantidad de casonas y palacios que se amontonan en no mucho espacio.


La impresionante colegiata románica de Santa Juliana.


TURISMO DE CANTABRIA


Hay soberbios edificios como las casas del Águila y la Parra, la de Leonor de la Vega, el palacio y la torre de Velarde o las casonas de Tagle, Aguilera, Villa y Barreda. Esta última, Parador Nacional Gil Blas, que toma su nombre del famoso pícaro literario creado por Alain-René Lesage en 1715, que precisamente nació en Santillana del Mar. Y un largo y luminoso etcétera que no se puede abarcar.

Una experiencia inmersiva en la Neocueva

Sobresalen, no obstante, las torres góticas de Merino y Don Borja, en la plaza Mayor, que son las construcciones civiles más antiguas. En lo que a las religiosas se refiere, al margen de Santa Juliana, hay dos conventos: el de San Ildefonso (XVIII), de los dominicos, y el Regina Coeli (XVI), de las clarisas, sede del Museo Diocesano, con una importante colección de arte sacro.

A donde no se puede entrar es a la cueva de Altamira debido a su acusada fragilidad. Ya en 1979 se optó por su cierre, primero total y después controlado, para en 2001 crear una réplica que es el consuelo y la satisfacción de los visitantes, pues, sin llegar a ser lo mismo, resulta también fascinante. Se trata de la Neocueva, en el Museo de Altamira, a escasos metros de la cavidad original. Toda una experiencia inmersiva. Visitar el propio Santillana, conservado y mimado como está, también lo es.

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