La serie de época más adictiva del verano se acerca a su desenlace, con HBO Max estrenando el último episodio de la tercera temporada el próximo lunes, pero el capítulo de esta semana de La edad dorada no ha estado exento de sorpresas. Y entre su dramático final, y su lacrimógeno arranque, nos ha contado el devenir de Ward McAllister, el hombre que construyó la alta sociedad neoyorquina y al que su ambición le llevó a ser defenestrado.
El personaje encarnado por Nathan Lane, al que hasta ahora habíamos visto urdiendo maquinaciones y criticando a todo aquel que se pusiera a tiro en compañía de Bertha Russell o de la Sra. Astor, fue en la vida real un reconocido árbitro o juez social que, durante años, dictaminó quién formaba parte de la flor y nata de la sociedad estadounidense. Y, tal y como vemos en La edad dorada, decide aprovechar todo aquello que sus allegadas le han revelado en confianza en su propio beneficio.
Aunque el desarrollo del episodio deja entrever qué le espera a Ward McAllister tras su desliz con forma de novela, te contamos quién fue este reconocido personaje de la alta sociedad neoyorquina.
El hombre que seleccionó a los elegidos
Nacido en 1827 en Savannah (Georgia), antes de cumplir los 30 años ya se había casado, tenía propiedades en el estado de Rhode Island y había viajado durante tres años por Europa, empapándose de los modales y las reuniones sociales que llevaban a cabo las clases altas de Francia, Inglaterra y Alemania. A su regreso, en 1858, se benefició de la riqueza y los contactos de su mujer para convertirse en creador de tendencias de las familias más poderosas de Nueva York, descendientes de los colonos de origen holandés que se establecieron en la ciudad siglos antes.
Nathan Lane en el papel de Ward McAllister, el arquitecto de la alta sociedad neoyorquina en el siglo XIX, en La edad dorada.
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Fue entonces cuando McAllister comenzó a confeccionar lo que posteriormente se conocería como «los 400», la lista «oficial» de personas que formaban parte de la alta sociedad de la ciudad, en la que se encontraban banqueros, corredores de bolsa, abogados, agentes inmobiliarios y empresarios ferroviarios, además de un editor, un artista y dos banqueros. Una relación de personas que, como vemos en La edad dorada, estaba compuesta por la alta sociedad tradicional y los nuevos ricos.
Para hacerla posible, McAllister era un invitado habitual en los bailes de sociedad, las fiestas más exclusivas y los encuentros sociales a los que acudiesen los apellidos más prominentes de la ciudad, como los Vanderbilt, los Astor o los Van Rensselaer. Unas citas en las que el «maestro de la sociedad snob», como le calificó la revista satírica Judge, se convirtió en un personaje imprescindible, situado en los corrillos más prestigiosos y tomando nota (mental) de cada disputa, cada affaire y cada cotilleo que allí de comentaba.
La osadía de revelar los secretos de los poderosos
Los problemas llegaron, tal y como vemos en el séptimo episodio de la tercera temporada de La edad dorada, cuando McAllister decidió dejar plasmado en un libro todo aquello que había descubierto durante su carrera como «juez» de la alta sociedad. Con el título de La sociedad como la he encontrado, en 1890 vieron la luz sus memorias, en las que desentrañó los círculos sociales de la élite, sus formas de ocio y su papel como guardián de la clase más prestigiosa, que por aquella época se movía al nivel de las estrellas de Hollywood hoy en día.
Ward McAllister fue el hombre que moldeó la alta sociedad neoyorquina en el siglo XIX y posteriormente desveló sus secretos.
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La ficción escrita por Julian Fellowes retrata, con acierto y elegancia, el encuentro entre la Sra. Astor y McAllister, en el que quedan claras las ínfulas de él, pero también la decepción que supuso para la alta sociedad ver expuestos sus secretos en un libro que cualquiera podía comprar y leer. Desde el acento de él, que ella se preocupó por mejorar, hasta la confección de la mencionada lista de «los 400» la escena de la ruptura de McAllister con la alta sociedad condensa por qué él cometió el error de plasmar negro sobre blanco todo lo que sabía, y por qué ella, como máxima representante de la alta sociedad, le condenó al ostracismo.
Tres años después de la publicación de sus memorias, Ward McAllister murió mientras cenaba solo, como se había encontrado durante todo ese tiempo, en el Union Club de Nueva York. Sin embargo, y como es propio en estas ocasiones, su funeral contó con una nutrida asistencia de muchas figuras de la sociedad de la época. Porque hubo quien, una vez muerto, fue capaz de perdonarle la osadía que había cometido en vida.