Suelo construir estas columnas a partir de la conexión entre libros, libros y películas, conversaciones y hechos históricos o entre cualquier conjunto de acontecimientos, ideas u obras que me pasen por la cabeza y admitan ser relacionados de algún modo. Normalmente, la narración surge sola y así voy de un lado a otro. Pero en la tarde de ayer leí dos libros y, en vistas de la columna de hoy, me encontré con que no podía vincularlos más que de un modo forzado o haciendo un comentario independiente de cada uno. De paso, me pregunté si siempre era posible encontrar una narración que vinculara dos entes tomados al azar, algo así como lo que hacía Raymond Roussel.

Igual lo mío es bastante menos ambicioso. Se trata de saber si es posible construir esta columna a partir de esos dos libros, a saber: La epopeya del colibrí, de Dalia Ber, y En Pampa y la vía, de Osvaldo Baigorria. Es cierto que ambos son libros recientes de autores argentinos. Es cierto también que en ambos aparece la familia del autor y la idea de una comunidad: la judía en un caso, la de los crotos, vagabundos y homeless en el otro. Podría agregarse que son en un sentido opuestos: el de Ber, acompañado por historietas dibujadas por Bernardo Erlich, es un texto alegre aunque hable de tragedias terribles como la shoah y el atentado a la AMIA, mientras que el otro es seco y triste, aunque habla de la búsqueda de la libertad. La epopeya del colibrí está cargado de un optimismo místico, casi religioso, mientras que En Pampa y la vía es un texto ateo, en algunos momentos desesperado. Sin embargo, a pesar del tono tan distinto, ambos están atravesados por una fuerte nostalgia: en un caso, por la vida de la comunidad judía porteña del siglo pasado, con su teatro ídish y sus cafés de Villa Crespo, en el otro por los viejos crotos libertarios que, más o menos por la misma época, viajaban en los ferrocarriles de carga por los campos. En los dos libros se habla de grupos humanos de los que formaron parte los padres de los autores (el de Ber trabajaba en la AMIA, el de Baigorria tuvo un secreto pasado como croto), de identidades que el progreso fue haciendo desaparecer como tales. Ber apuesta a la continuidad de la suya bajo nuevas formas, Baigorria sospecha una degradación y un ocaso.

Pero más allá de estas constataciones de inventario, la escritura me lleva a decir algo más personal, aquello que finalmente me disparan los libros. Tiene que ver con mi propia identidad, con mi propio lugar en el famoso crisol de razas y en las turbulencias de la época. Si bien tengo antepasados judíos y mis abuelos maternos tenían el ídish como lengua materna, no pisaban la sinagoga ni tenían vínculos de ningún tipo con las instituciones de la comunidad. Por el otro lado, esos crotos criollos de Baigorria, que descienden de los anarquistas pero también de los gauchos matreros, me son tan ajenos como todo lo que es telúrico. Lo que quiero decir –no estoy seguro– es que, si bien en ambos casos se puede descubrir y comprender, hay un tipo de soledad radical que me incumbe y escapa completamente a las filiaciones comunitarias, geográficas e ideológicas, a cualquier forma de sociología. Tal vez solo cierta literatura permita acceder a esa clase de soledad. Por eso, tal vez, me costó tanto pensar esta columna desde su punto de partida.

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