Hasta las lágrimas: el desahogo del Rojo desde adentro

Más que un triunfo, lo de Independiente ante Tigre fue una resurrección. Así se vivió el encuentro en Avellaneda. Así se sintió desde cada uno de los escalones del estadio Libertadores de América – Ricardo Bochini. La cancha estuvo colmada por 41.000 almas que comprendieron que el equipo necesita más que nunca el respaldo de su público. Y los hinchas del Rojo fueron un jugador más: por empuje, por contagiar fe, por derramar esperanza cuando el equipo iba al frente y la pelota no entraba.

El público jugó su partido con un aliento que fue constante, dejando los pulmones y las cuerdas vocales en las tribunas. En tiempos de crisis, la gente no sólo aporta dinero a la colecta organizada por el influencer Santiago Maratea, sino que también va a la cancha para ofrecerle el corazón a un equipo que esta vez retribuyó tanto aguante con entrega y sacrificio.

El gol agónico de Martín Cauteruccio puso a prueba el sistema circulatorio de todos los presentes. Se gritó como se gritan los goles más importantes. Se sufrió y mucho cuando la jugada se revisó en el VAR y por unos segundos imperó el suspenso. Y se celebró a la grande después de la confirmación y el pitazo final del árbitro Nazareno Arasa. Hubo lágrimas en las tribunas, en la platea y los palcos. La emoción fue transversal.

Abuelos abrazados a sus nietos con los ojos empañados, familias emocionadas, grupos de amigos que se desgañitaron en la celebración y un cantito ingenioso que, entre risas, nació desde la euforia: «¡Ooooh meta porro y whisky, el equipo, de Zielinski!». Semejante festejo se comprende si se contempla el sufrimiento y las penurias que padece el hincha desde que Hugo Moyano dejó al club de rodillas y acosado por deudas impagables.

Se festejó a lo grande porque a este Independiente todo le cuesta una vida, porque había que cambiar el semblante y porque en el cielo de Avellaneda parece comenzar a asomar un tímido rayo de sol. El Rojo necesitaba una victoria de estas características para empezar a ahuyentar los fantasmas que empezaban a instalarse en el club. Esos a los que nadie quiere invitar, invocar ni mencionar. El gol de Cauteruccio, sin lugar a dudas, le devolvió el alma al Diablo.