Día 10

El pozo negro de la casa está al límite y necesita un desagote urgente para que las heces del hogar no empiecen a derramarse por el patio. Oscar no tiene cómo pagar el servicio de desagote “por culpa de esa tarjeta de mierda” nunca escupida por el cajero. Su esposa le dice que “habría que llamar al servicio gratuito, ese, de la municipalidad”. “Eso no sirve”, comenta Oscar, “porque solo te desagotan la mitad”. “Entonces explicame cómo vamos a hacerlo cuando estás sin trabajo y con la plata del ahorro que es para alimentos y remedios”, plantea Silvia, con razón.

“Fijate que los de La Décima publicaron cómo hacer, hay un teléfono y un correo”, aporta La Moni, que salía del baño y escuchó la conversación de sus padres. “Pero no tengo el diario ahora, hace un montón que no lo dejan por acá, te lo dejan cuando quieren, esos”, dice Oscar, criticando con razón, la discontinuidad en la entrega del periódico del barrio. “No, viejo, lo publicaron en el Facebook, ya se los busco”, se ofrece La Moni, que ahora se frena de golpe al ver al Dani caminar semidesnudo por la casa. “Uy, perdón”, alcanzó a decir el amigo de su hermano al toparse con ella camino al baño. “Pedazo de pelotudo, avisá que estás en casa”, lo recrimina La Moni, molesta por el encuentro repentino. Ella, siempre espléndida y loockeada, caminaba relajada, echando bostezos al aire, sin saber que el Dani se había quedado a dormir para evitar el retén policial camino a su casa. La Policía empezaba a patrullar el barrio para evitar las aglomeraciones en la calle.

Ahora que El Dani veía a la hermana de su amigo caminar relajada en ropa interior en la mañana, agradecía a la vida por más que fingiera pudor y culpa en el encuentro. “Uy, perdón”, alcanzó a decir, a modo de disculpas. La Moni también se sentía agradecida pese a la repentina aparición del muchacho, porque no bien aflojó el reto, hundió la cintura e irguió la cola para seguir su caminata como una lady hasta la pieza, fantaseando con que El Dani la espiara.

Día 11

Oscar está ahora en el patio recolectando agua en el balde para un vecino de la cuadra que “no se puede ni lavar las manos el pobre, está abandonado y solito en su casa”, le cuenta a su esposa. “Ay viejo, Dios nos bendiga por tu caridad, pero pensá en tu salud y la de todos nosotros, no andes tanto en la calle”, lo sermonea Silvia. “Sí, sí, le llevo los baldes y vuelvo, el pobre viejo no tiene donde caerse muerto”, remarca.

Anabella dibuja en la cocina. Sobre la mesa, hay cuadernos, lápices de colores, una regla y una cartuchera con la imagen de Lali Espósito. Catriel está en el patio con el abuelo, improvisando barcos de papel para soltarlos en los charcos formados por el agua salpicada de los baldes. La Moni está en el trabajo, cada tanto telefonea desde el supermercado para preguntarle a su madre “si necesitás que lleve algo”, y para comentar las largas filas de gente que se ve desde la ventana “todos amontonados, vieja, no sabés, me da una lástima que no se cuiden”.

Lucas, esta vez, no duerme. Se levantó temprano y se preparó un café instantáneo con tres cucharaditas de azúcar. Ahora moja el criollo y saca la mano con rapidez al quemarse la punta de los dedos. Se los chupa y vuelve a tomar el teléfono celular. “Viste, vieja, que este virus viene de los murciélagos que se comieron los chinos. ¡Qué moqueros! ¡Cómo te vas a comer un murciélago!”, exclama Lucas. “¿Y cómo es que llegó hasta acá, si estamos tan lejos?”, pregunta, Silvia, con candidez. “Es que estos chinos viven viajando, no viste que cuando hay un mundial copan todas las canchas y se sacan fotos”, ilustra Lucas. “¿Pero esos no son los japoneses?”, clarifica, Silvia. “Es lo mismo, vieja”, dice Lucas. “Por las dudas, no vayamos más del chino de la esquina, es peligroso”, recomienda su madre. “No lo había pensado, le voy a decir a los guasos que no compremos más el New Age ahí, que vayamos al 24 horas”.

 

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