Día 8 

La Moni acaba de llegar del trabajo y de esparcir la mesa de barbijos, alcohol en gel y guantes de látex para la familia. “¿Los sacaste de canuto?”, bromea Lucas, que toma un barbijo, se lo coloca y vuelve al celular. “Sos el imbécil de siempre. Para que sepas lo compré, antes que no haya más, y después me lo descuentan a fin de mes”, le devuelve La Moni.

“Hija mía, yo rezo todas las noches para que estemos a salvo, yo sé que Dios no va a dejarnos solos”, dice Silvia mientras se persigna al mirar la mesa cubierta de elementos de profilaxis médica. “Pero si te agarra el corona no habrá Dios que te salve, vieja. Vos seguís rezando pero metete uno de estos cuando vayas a hacer las compras y fregate las manos con gel, haceme caso”, le ordena La Moni, ensayando la voz de la conciencia en la familia.

“Acá te dejo el mate”, avisa Oscar desde la vereda. “Che, este bicho los guardó a todos en las casas”, comenta en el momento en que un remisero amigo arrima el auto al cordón y lanza desde la ventanilla: “Vos también te quedaste en casa? Mierda, che, tanto miedo tienen de que los gorreen”, cancherea, punzante.  “¿Vos estás yendo a tu casa también, no?”, remata Oscar, como un cross a la mandíbula.

Anabella terminó de hacer la tarea y mira un programa de entretenimientos para niños cuya animadora tiene un look de princesa sexy: malla enteriza rosa escotada y con falda corta, botas de cuero de taco alto y corona plateada con lentejuelas. “Qué linda es Panam, ¿viste ma?”, comenta la nena. La Moni asiente con un leve movimiento de cabeza y le dice: “Vos también sos una princesa y serás una reina si hacés todos los deberes”. La Moni leyó hace unos días un artículo de revista con “recomendaciones para criar a nuestros hijos”, entre las que sobresalía la de reforzar su autoestima.

“Pum”, un estruendo seco altera la tranquilidad del ambiente. Aparentemente, viene del garage porque se lo ve a Catriel huir hacia el patio. “Qué mierda hiciste”, comenta La Moni parada ahora frente a un tacho de veinte litros con restos de pintura roja derramándose en forma constante en el piso. “Ay, cómo te voy a hacer re cagar”, promete, furiosa.

Día 9

Es sábado. Afuera, el barrio es un gentío  haciendo compras en almacenes y supermercados. También se ven colas de gente en las farmacias. Otros esperan su turno por el cajero automático. Estas son las únicas actividades exceptuadas de la normativa de aislamiento: obtener dinero, comer y medicarse -lo indispensable para sobrevivir- pero siempre que al hacerlo mantengan la distancia prudencial de un metro o un metro y medio para no contagiarse.

Se ve también gente saliendo de las ferreterías cargando bolsas y block de cemento en el baúl del auto. Al verlos, Oscar piensa que debería hacer lo mismo, ingresar al ferretero por membrana para tapar parte del techo de la casa donde se filtra agua. Pero lo descarta, al ver persignarse a su esposa, espantada de ver tanta gente en la calle.

“Calmate, aflojá con persignarte”, busca apaciguarla mientras caminan de regreso a casa. “Dios nos va a castigar, no pidas tonterías”, se enoja y acelera el paso en la vereda. “¡Allá va el paisano!”, se siente un saludo. “Ey, tanto tiempo, pasate a tomar unos mates un día de estos”, lanza su invitación, Oscar. “Callate, no seas bocón, que no se puede recibir a nadie en casa”, le recuerda Silvia. “Entendelo, de una vez”. Oscar hace un gesto desaprensivo, buscando transmitir cansancio por las correcciones de su mujer. Finalmente, ambos llegan a casa.

“Abuela, abuela, nos trajiste las golosinas”. Catriel y Anabella saltan eufóricos, armando un cordón infranqueable frente a la abuela. “Me van a hacer caer, déjenme pasar, por favor”, pide Silvia. El niño logra manotear una de las bolsas, la rompe, y cual piñata, caen al piso un montón de caramelos, chupetines y chicles. Los hermanitos empiezan a luchar en el piso, cuerpo a cuerpo por la mayor cantidad de golosinas. No faltan los arañazos, los llantos, los gritos, los insultos, la burla, la rotura de la ropa. Casi una metáfora del capitalismo salvaje improvisado por dos infantes en una humilde vivienda de un barrio periférico de la ciudad. La abuela, arbitrando, intenta interceder para frenar la rapiña, pero no logra evitar que el más fuerte –en este caso, Catriel- se apropie de la mayoría de los dulces y ría con sorna y picardía. La abuela se da por vencida, y no busca la justicia -por caso, ir detrás de su nieto para que devuelva algunos caramelos- sino que se concentra en intentar calmar a Anabella con la promesa de que “la próxima vez que vaya al supermercado, la abuela te trae más chocolates para vos”, la consuela con tono apostólico.

 

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