(Mario Albera) Un día me propuse entrevistar a Diego Maradona, aunque sea por unos segundos. Y ojo que dije segundos y no minutos, lo cual implica el reconocimiento de semejante faena.

Esto pasó cuando la Provincia decidió bautizar al estadio Córdoba con el nombre del goleador y campeón mundial del ’78, Mario Alberto Kempes.

En ese tiempo, codirigía un portal web de periodismo ciudadano llamado “Sosperiodista” que tenía muchos periodistas espontáneos seguidores, uno de los cuales encabezó una campaña para nombrar al estadio con el nombre de Kempes mucho antes de que la Provincia tomara la posta.

Me propuse, entonces, el desafío de obtener una declaración de Maradona sobre su parecer que el mayor coliseo deportivo cordobés llevara el nombre del bellvillense.

En ese tiempo me había hecho del teléfono de contacto del representante de Maradona gracias a una gentileza del por entonces periodista del diario deportivo Olé, Gustavo Grabia, quien se había comunicado por una información publicada por nosotros. Recordé ese hecho puntual, lo llamé para pedirle un contacto con Maradona y me lo dio.

Ya no recuerdo el nombre del representante; el astro siempre tuvo un entorno nutrido. Tomé el fijo y marqué. Infinidad de veces. Siempre con la esperanza de que “el Pelusa” me atendiera. El intermediario atendía de forma gentil y me animaba a seguir llamando porque “cuando él pueda, te va a atender, porque a Kempes lo respeta”, me decía. Pero Diego era impredecible como su gambeta. Y yo no era, obviamente, ni Víctor Hugo Morales ni Víctor Brizuela. Apenas un entusiasta periodista.

Había veces que despertaba diciendo: “Hoy va a ser un gran día”, especulando con la posibilidad de que el “barrilete cósmico” dijera “hola, fiera” del otro lado de la línea. A veces arañé esa posibilidad porque mientras estaba en línea con el intermediario escuchaba hablar al Diego, de fondo. “Mirá, él no tiene problemas en hablar, pero creeme que ahora no es el momento”, se excusaba el intermediario.

Más que el desafío de obtener una declaración periodística más de Maradona, mi perseverancia radicaba en la euforia de intercambiar dos palabras con el astro argentino aunque sea por teléfono. La idolatría le ganaba al cometido periodístico y mi credulidad coqueteaba con la fantasía y la utopía. La posibilidad de alcanzar lo imposible, aun sabiendo que lo imposible se alejaba a medida que presumía acercarme.

“Me dice Diego que lo llames mañana que sí o sí te atiende”, me sugiere el intermediario, casi como una orden deseada, que al cabo de ser dicha generó una ansiedad golopante difícil de domesticar. Recuerdo haber formulado tres preguntas cortitas y certeras para no importunar al Diez con ninguna improvisación y pérdida de tiempo ya que la espontaneidad, la improvisación y la magia eran suyas.

Eduardo Galeano escribió alguna vez que “Maradona necesita que lo necesiten”, aludiendo a que la idolatría popular si bien podía haber sido tóxica y molesta para su vida, al mismo tiempo era una inyección anímica y un pan para el alma. Esa candidez de pantalón cortito era lo que a veces me animaba a perseverar en el intento. “Si Maradona necesita que lo necesiten, tiene que atender”, me decía.

A veces el intermediario me dejaba en línea telefónica a la espera de alguna respuesta y las imágenes del Diez gambeteando rivales y tirando fintas eternas se proyectaban en mi cabeza a la velocidad de la luz. De repente venía a mi mente el recuerdo de la película Héroes vista en las butacas de cuero marrón del cine de mi barrio, la mano de Dios a los ingleses gritada con furia revanchista de purrete en la cocina de casa, o ese quiebre de cintura descomunal para desautorizar a un prócer del arco como el Pato Fillol.

Esas imágenes invisibles gobernaban mi cabeza, alimentaban mi credulidad y docilidad hacia el destinatario de mi objetivo. Volvían cada vez que marcaba el número de teléfono y se potenciaban con algún murmullo de fondo y hogareño del Diez. “Vamos Diego, atendé”, repetía con pretensión telepática, como si el radar maradoniano pudiera -y tuviera ganas- de atender una ínfima onda planetaria.

Finalmente, llamé. Entusiasmado, como siempre. La orden era: “Me dice Diego que lo llames mañana que sí o sí te atiende”. La orden había repiqueteado como un mandato melodioso nocturno y apuntalado mi insomnio con vueltas infinitas en la cama. Así que estaba preparado. Y marqué. “Hola, cómo estás? Mirá, Diego no va a poder atenderte porque se vino a una clínica por un chequeo, llamame mañana”.

Ya no volvería a llamar. El cansancio se impuso a la ilusión. De aquello pasaron 10 años. Sin embargo, hoy volví a sentir la misma adrenalina de entonces cuando la noticia reveló que Maradona había muerto de paro respiratorio. Él siempre se ufanó de tener el teléfono de “el Barba” cada vez que le esquivaba a la muerte. Espero que “el Barba” ahora no me falle como intermediario.

 

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