Sobre una tarima, los 14 trofeos que había levantado en su primer ciclo. Son como una garantía de confianza, una especie de norma ISO 9001 del fútbol grande. También son una vara. Antes de que Marcelo Gallardo subiera a escena el 5 de agosto del año pasado para darle comienzo a este segundo viaje la imagen ya spoileaba cosas, funcionaba como el trailer de una película: la gloria, que en forma de copas salía por un momento de las vitrinas del Museo a unas breves vacaciones en la nueva lengua-terraza de la platea San Martín, iba a tener indefectiblemente ese doble filo, un aval que daba pie a creer y un estándar demasiado alto desde el cual se mediría todo lo que hiciera el entrenador.
A los pocos meses del MG2, el Muñeco pedía paciencia en una charla apurada con un periodista, que le respondía que había “dejado la vara muy alta”. “Bueno, pero es mi vara”, retrucó rápido el tipo. Allí, en ese ida y vuelta, tal vez estuviera una de las claves para explicar el desafío al que se encomendó Gallardo hace un año. No es solo estar a su propia altura, en una especie de competencia contra un pasado perfecto, sino, especialmente, tener que hacerlo con la consciencia de todo aquello. El 6 de junio de 2014, cuando inició esta saga, decía que las comparaciones son odiosas cuando la prensa intentaba medir si el traje de un Ramón Díaz multicampeón le iba a quedar bien. Esta vez, el cotejo que está en el aire para Gallardo es con Gallardo.
En un lobby de hotel de Madrid, después de que él y su River ganaran el último nivel del videojuego del fútbol, alguien le preguntaba si ya podía comprender su ciclo con perspectiva histórica y él juraba que no, que sabía lo que se había conseguido, pero que no lograba detenerse a mirar hacia atrás nunca. Apenas alcanzaba a ver para adelante, como un perro con un collar isabelino, y ése pudo haber sido uno de sus secretos, esa lógica del segundo a segundo: pensar con sentido histórico tal vez lo habría relajado después de las grandes hazañas tanto así como podría haber provocado vértigo antes de enfrentarlas, como aquella noción abismal de falta envido que sentían los millones de hinchas de River y de Boca antes de la final de las finales. Dijo que no, que para mirar hacia atrás ya habría tiempo.
Hoy, después de haber contemplado su obra y haber convivido con ella durante poco menos de dos años, mirar hacia atrás es una trampa más difícil de sortear. Porque las copas estaban allí custodiándolo al momento de asumir. Porque el Muñeco convocó a muchos de los jugadores que protagonizaron los años felices. Porque Marcelo Gallardo debe ser una de las pocas personas entre los 8.000 millones de habitantes que tiene este planeta, si no la única, que al llegar a su trabajo se encuentra con una estatua de siete metros y toneladas con su propia figura levantando la Copa Libertadores en la puerta. Como un recordatorio eterno del que no podrá escapar, que proyectará su sombra sobre todo lo que haga y que, de hecho, ya había nublado el ciclo que lo antecedió, a cargo de Martín Demichelis. “Hay que trabajar sin mirar hacia atrás”, se entusiasmaba en su vuelta. Exactamente detrás suyo, mientras lo decía, estaba la CL18.
La era MD, que se interrumpía entonces después de un muy buen primer semestre que precedió a una agonía demasiado larga en tiempo pero demasiado amplia en un orden identitario, daba paso a esta nueva etapa en la que Gallardo debía oficiar, a la vista de todos, mucho menos de bombero que -en los propios términos del técnico- de mago. En todo caso, es cierto, la dirigencia le dio una varita cargada de muchos millones de dólares de presupuesto para que empezara a acomodar las cosas en dos mercados de pases y medio de cirugía mayor. Sin contar a marginados como Lanzini, Kranevitter y Gattoni y a un Simón que, lejos en la consideración, está a punto de emigrar, apenas se repiten 12 jugadores del plantel con el que se encontró MG aquella tarde de invierno: Armani, Ledesma, Santiago Beltrán, Casco, Paulo Díaz, Boselli que se fue y volvió, Pity Martínez, Nacho Fernández, Borja, Colidio, Subiabre y Ruberto. Y de los refuerzos de la gestión anterior, casi no quedan rastros.
No es un secreto, a esta altura, que el diagnóstico interno que hizo el Muñeco de lo que dejó el ciclo del ya ex entrenador de Monterrey fue severo en todos los órdenes, desde el macro de la estructura de fútbol del club hasta el nivel físico-técnico del plantel y el vestuario, implosionado inmediatamente después del tristemente planificado off the record que dejó en jaque las relaciones en los camarines. En ese sentido, las primeras palabras de MG aquel 5 de agosto lo diferenciaron de su predecesor: “Obviamente nunca preparo ningún discurso ni mucho menos, y digo lo que siento”, arrancaba, visiblemente emocionado, luego de agradecerle la presentación a Jorge Brito y antes de hacer una mención especial a su viejo, Máximo, cuya partida unos meses después fue un golpe muy duro en un 2024 en el que ya había perdido a su representante y amigo Juan Berros.
Ese “decir lo que siento” siempre fue y sigue siendo uno de sus principales activos, si no el principal. Ese por el cual, por ejemplo, en las últimas semanas debió apartar con charlas cara a cara a un grupo de jugadores, en algunos casos queridos personalmente por él, y eso no generó el revuelo que se vio en estos días, en un escenario similar, con futbolistas que fueron alertados por un utilero de que ya no eran parte de un plantel profesional. O con los mismos jugadores de River, que se fueron durante el ciclo Demichelis con declaraciones y posteos cargados de decepción por el trato recibido.
“Recuperar un espíritu de club y de equipo”, pedía. Y en eso anda MG. En el proceso, nunca demasiado fácil, con ese “tren en marcha” que agarró entonces y con el que desde este 2025 él mismo puso en funcionamiento, hubo decisiones fuertes, aciertos, pruebas y errores. River no tiene más estrellas en su palmarés de las que tenía hace un año, pero sí un plantel de una jerarquía indiscutiblemente superior. Donde había un Franco Carboni hoy hay un Acuña y donde había un Herrera ahora hay un Montiel. En el medio, sí, hubo desaciertos. Algunos puntuales, entre aquel planteo fallido en la fatídica ida de semifinales con Mineiro en Belo Horizonte o la sensación de una premisa temeraria ante el Inter en un Mundial de Clubes que terminó demasiado rápido. Otros, de fondo, en la elección y renovación de algunos jugadores que no estuvieron a la altura (Tapia, Rojas, Lanzini y más) y una política de mercado que pareció pasarse de nostálgica, con futbolistas que conformaron un equipo por tramos aburguesado al que le faltó hambre en momentos clave (Mineiro, Talleres en Asunción en la única final de este año, Platense, MdC), y que en muchos casos ya no son los que fueron.
Gallardo también lo notó. Por eso invocó en la última ventana de transferencias a una renovación necesaria, a una “reoxigenación”, apostando a componer nuevas canciones de estudio para cortar con los álbumes de greatest hits, con Salas, Galarza, Portillo y otra camada de juveniles a los que sigue potenciando como en su primeros ocho años y medio. El desafío con los pibes, después del golpe que significó la partida prematura de Mastantuono, será disfrutarlos un poco más, y por eso como CEO de fútbol estableció cláusulas anti Real Madrid de 100 millones de euros como meta de máxima para resguardar a los próximos talentos de la fábrica.
No perdió el ojo, el Muñeco. Tampoco el aura para los superclásicos, los partidos que marcaron su carrera como entrenador y que en esta etapa volvieron a darles alegrías a los hinchas, con el suplentazo en la Bombonera y el último derbi en el Monumental, que retomaron la tradición de generar fines de ciclos inmediatos de entrenadores e incendios en la vereda de enfrente: el último de ellos, de hecho, inauguró una racha histórica de juegos sin ganar de Boca que se extiende hasta hoy. Por lo demás, sabe Gallardo que más allá del objetivo cercano de “pasarlos” en el historial, no alcanza con mirarse en el espejo de los primos y que aunque hoy Boca no lo exija como en otras épocas River tiene que poder motivarse por sus propios medios para volver a vivir tiempos felices. Para eso trabaja, con el desafío de una Copa Libertadores que es el torneo de su vida (ya se convirtió en el deté del CARP que más partidos dirigió en la competencia), que está a punto de entrar en sus fases decisivas y que en el horizonte tiene a los cucos brasileños que mostraron otro nivel competitivo en Estados Unidos el mes pasado.
Desde que pisó el club con 12 años, Gallardo nunca estuvo más de cuatro fuera de River, y promete no interrumpir esa tendencia: con otra paciencia, autopercibido más inteligente que antes, con una mirada más macro hacia el futuro, el entrenador tiene pensado quedarse mucho tiempo. Le sobran la espalda, el conocimiento y el amor eterno de la gente para hacerlo.
“Nací para esto”, dijo hace más de 11 años, sentado entre D’Onofrio y Francescoli, en su conferencia de presentación. Esta última vez no hizo falta que lo dijera: ya todos lo saben desde hace rato.