Durante años, el público que va a la televisión española ha sido un mero receptor pasivo. Como mucho, tenía permitido hacer regalos a los presentadores (como las meriendas de ‘Sálvame’) y, animado por el regidor, a cantar en ‘La ruleta de la suerte’. Atrás quedaban programas donde los anónimos podían ser los protagonistas, como ‘¡Sorpresa sorpresa!’ o ‘Trato hecho’: si alguien tenía algo importante que decir, lo hacía exclusivamente delante de las cámaras. Tras ellas solo había aplausos, risas y cero lugar a la improvisación. Y entonces llegó ‘La Revuelta’.

Un público revoltoso

En los últimos años, la comedia de stand-up ha cambiado: donde antes el cómico salía con su guion aprendido, ahora el «crowdwork» no solo parece obligatorio, sino, a veces, el centro del show. El cómico ya no es tan importante como sus respuestas irónicas, y el público puede -¡e incluso debe!- interrumpir, contar su vida, molestar, contar chistes y dejar que el cómico le de la contraria de manera más o menos acertada para tener un clip potencialmente viral en TikTok. Hay gente muy buena en este campo (en España, Ignatius Farray siempre estará a la cabeza) y otros que, tratando de subirse al carro, caen los lugares comunes habituales: de dónde eres, tienes pareja, a qué te dedicas. Jajá, es policía, guardad los porros, qué risa.

Hay solo un pequeño paso, muy difícil de ver e intuir, entre la complicidad de programas como ‘Nadie Sabe Nada’, donde el público es consciente de no ser el centro del show pero sí poder participar, y el sindiós de la gente que cree que han montado un programa para que ellos se luzcan. Y David Broncano ya ha metido la pata en el mismo agujero dos veces. Primero le pasó con ‘La Vida Moderna’, en la Cadena SER, donde el público empezó llevando regalos (en el mítico post-programa con la sección «Nos han traído una cosa») que iban llenando la mesa del estudio, y poco a poco se fue convirtiendo en un desastre donde cabía de todo, desde gente borracha que se caía literalmente por las esquinas hasta personas con claros desequilibrios que interrumpían el programa pretendiendo hablar con los locutores.

‘La Vida Moderna’ fue un exitazo, en parte, por la relación casi simbiótica entre audiencia y presentadores (con la fundación de Moderdonia como punto álgido), hasta que la cosa fue demasiado lejos. En un momento dado, un miembro del público llevó una garrafa llena de pis a Ignatius, sin que quedara muy claro el motivo, y fue un punto de inflexión para todos. ¿Era este realmente el programa que querían hacer? ¿Por qué el público creía que disfrutarían de ver veinte litros de orines? ¿Cómo habían llegado hasta ahí? El diagnóstico está más que claro: dieron la mano y el brazo, y cuando se quisieron dar cuenta, gente con demasiada pasión por lo suyo ya se les había subido a la espalda y quería controlar el show. Y lo mismo le ha pasado en ‘La Revuelta’.

Lo lo lo lo lo lo lo

Desde los inicios de ‘La Resistencia’, el programa se ha diferenciado de la competencia (con Pablo Motos y su público de cartón piedra a la cabeza) por su trato con el respetable. Si tienes que decir algo, tienes un micrófono. Si sabes hacer algo, tienes un escenario. Los más graciosos se van a la bañera, los menos graciosos al taburete, creando un calentamiento divertido y sencillo, totalmente distinto a cualquier otro programa en la televisión actual y acercándose más a las salas de stand-up que otra cosa. Y mientras estuvo en Movistar Plus+ como programa minoritario, no pasaba nada. El problema llegó en el inevitable salto al mainstream.

La Revuelta

Los primeros programas de ‘La Revuelta’ fueron un soplo de aire fresco y nos presentó a personajes fantásticos -con Detective Murciano y Zorrorífico a la cabeza-, empezando a crear un universo propio. Sin embargo, y ya sea persiguiendo una causa social honorable o queriendo tener un minuto de gloria en TikTok, ‘La Revuelta’ se ha ido convirtiendo progresivamente el ‘El Semáforo’ de Chicho Ibáñez-Serrador, un lugar donde gente fantástica puede exhibir sus talentos y contar sus increíbles anécdotas, pero también donde el loco del pueblo tiene un altavoz y se le deja utilizarlo hasta la extenuación.

Por supuesto, el público, ansioso de protagonismo en plena era de Reels de Instagram y vídeos de TikTok, se ha venido arriba: la mitad de las noches, el protagonista de ‘La Revuelta’ no es una actriz que ha ido a presentar su serie, sino Paco el Frutero, que grita igual que una cabra y le ha traído a todo el equipo un queso enorme. Y, con el ansia de protagonismo, llega la lucha por ser el rey del prime time: cada noche, una lluvia de productos y regalos de todo tipo, esperando ser suficiente para convertirse en los elegidos y tener un ratito televisivo, caen encima del presentador, casi como si fueran ofrendas a un aparente dios catódico. Al principio era divertido, pero tras cientos de programas se ha vuelto más molesto, forzado y desesperante que otra cosa.

Por supuesto, no hay vuelta atrás: una vez les han dado voz, en ‘La Revuelta’ saben que solo queda huir hacia delante (como dice Ricardo Castella, esperando el atentado) dejando subir al público al escenario en un ‘Tú sí que vales’ de cuarta categoría. No son los únicos con este problema: el podcast ‘Quieto todo el mundo’, de Facu Díaz y Miguel Maldonado, tiene ahora mismo el mismo conflicto. Dejar un espacio al público ha hecho que los programas semanales se hayan vuelto difíciles de escuchar (en directo más que en el podcast posterior, donde hay una fuerte labor de edición) entre latas de cerveza abiertas, gente contestando y comentarios inoportunos en voz alta. Para la temporada que viene han prometido un cambio, y esperemos que sea suficiente para que no se harten y chapen el chiringuito.

Sin duda, dejar un espacio para que tu audiencia se exprese ayuda a crear una comunidad, acrecienta la sensación de hermandad y de que todos estamos metidos en la misma broma privada. Sin embargo, ¿dónde está el límite? ¿Tenemos que esperar a que alguien lance una garrafa de pises a Broncano en mitad de un programa? ¿A que el público vuelva más envalentonado aún de vacaciones? En ‘La Vida Moderna’ acabaron llamándoles la atención, y todo apunta a que, en el descenso al mainstream, no les va a quedar otras antes de convertirse en un freak show en el que el público lucha por su minutito de fama y por llamar la atención de la manera más extravagante posible. El resultado, desde casa, acaba siendo tedioso. Y quizá tengan que hacer una pausa en el camino y mirarlo antes de embarcarse de lleno en un «todo vale» televisivo en el que se confunde la amabilidad con la amistad.

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